sábado, 25 de noviembre de 2017

La génesis cultural de los 90s en Montevideo (y el rol de las tres bandas)

A mediados de los 90, en plena adolescencia, tuve la gracia de adentrarme en la escena subterránea de Montevideo, un ingreso que obró como especie de portal a otra dimensión para un alumno de colegio privado pocitense que poco conocía más alocado que colarse a las fiestas de 15 con una camiseta de The Doors debajo de la camisa y corbata.
Y soy un convencido de que las tres tiras que llevaba en mis pies jugaron un rol protagónico y conector
en los distintos
ritos de iniciación
en los que me vi involucrado:
– las noches de primeras recorridas en plan seudo pandilla púber
– spray en mano por las calles (rayando Nirvana)
– cruzándonos ocasionalmente con nuestros ídolos de la época
– los primeros graffiteros de gorrito que firmaban los muros con inscripciones que se repetían por todo Montevideo como “Mono y Frijol” (autoría del Mono, hoy responsable de los Premios al Hip Hop) o “Barra Ramones”
– con bandas de metaleros que deambulaban temibles en chaquetas de cuero y camisetas de Sepultura
– hasta los primeros recitales en un recinto oscuro del centro llamado Rocker Building, con satanistas de caras pintadas compartiendo cerveza con los primeros hardcores de bermudas, championes de gamuza y soquetes deportivos
– o los encuentros de las distintas mini tribus en la puerta de la disquería F-86 en la Galería Jardín de 18 de Julio, en la que se agolpaban los referentes del under de los distintos palos intercambiando “material” limitadísimo, casetes y CDs importados que eran preciados como oro en la escena
Luciano Supervielle como DJ en los 90s // Foto cortesía del músico
Para poner en contexto, vale aclarar que aquella Montevideo modelo 1995 era muy diferente a la actual y que fue en esos años que se empezaron a gestar varias de las movidas que hoy están más consolidadas, convirtiendo la ciudad en lo que está siendo, un lugar vivo-juvenil- contemporáneo. Fue una génesis, que estaba en su etapa de raíces todavía hondas, buscando irrumpir desde abajo del pavimento gris. Sin que nosotros lo comprendiéramos del todo, la sensación era la de un descubrimiento de mayores libertades. Las calles eran nuestras. Y había que caminarlas.
La capital de Uruguay se presentaba como una plataforma, virgen, bastante desolada aún en lo que respecta a los terrenos más alternativos de las culturas urbanas. A los espacios se les imaginaba un uso y se los apropiaba, en muchos casos sin consentimiento de la ley. Esto valía para el skate, para el arte callejero, para los mismos toques. Plazas donde congregarse, bancos para deslizar, escaleras desde las cuales desafiar la gravedad. Muros para colorear. Calles en las que colocar baterías y amplificadores. La óptica, el cómo uno visualizara las posibilidades que la falta-de-actividades otorgaba, podía hacer la diferencia. Y la manera de explotar este gigante patio de recreo, radicaba en la creatividad de los protagonistas.
Todo lo que había era lo que estaba por hacerse.   
La escena a la que me refiero no era un circuito estrictamente musical, sino el enlace o bloque de una serie de núcleos duros, figuras carismáticas con una visión, que atravesaban varias disciplinas, entre ellas el deporte (skate, bike), el grafiti, la moda con las primeras marcas de culto, asociadas a la electrónica como Freaks de Pablo Suárez o Patacónica, de Mario Pollack que tuvo su primera sede a una cuadra de la Plaza Gomensoro, o los atisbos de las camadas primarias de la escuela de Peter Hamers; y hasta lo periodístico-narrativo, por medio de las radios piratas como Alternativa FM (con base en el fondo de una casa de Belvedere) o los fanzines, revistitas caseras, fotocopiadas, que difundían lo que iba sucediendo en los distintos circuitos y se adquirían por pocos pesos en un puesto comandado por punks anarquistas en la feria de Villa Biarrtiz los sábados o en la misma disquería F-86. Publicaciones de corto tiraje como Viviracción, No Hay Salida, Thrash Attack, Diké, Acto Sincero, que llevaban el registro en blanco y negro que no traían los diarios. Sus páginas venían colmadas de data imprescindible, entrevistas a grupos y poesía contestataria.
Desfile de Peter Hamers // Foto cortesía Digregorius
Desfile de Peter Hamers // Foto cortesía Digregorius
En el radio de los sonidos asomaba por primera vez el hip hop, con un pie en el mainstream de la mano de Plátano Macho y el Peyote Asesino y un frente menos visible para las masas que tenía a las duplas extremas Victimas.Del.Sistema. y Fun You Stupid a la cabeza, pioneros en incorporar sonidos industriales y además en el bombing en aerosol multicolor de los muros locales. La electrónica también daba sus pasos iniciales, de la mano del DJ Bruno Gervais en la Locomotive de Malvín y se ponía fuerte un poco más tarde, en 1997, con la apertura de Milenio. A su vez llegaban a Montevideo, procedentes del Buenos Aires, las bandas pioneras del hardcore en el Río de la Plata para dar conciertos memorables como los de Fun People o Buscando Otra Diversión en Platense Patín Club, verdaderas fiestas del stage diving, el arte de zambullirse desde el escenario a la piscina de brazos.
Como había pocos lugares especializados donde tocar (léase los míticos Amarillo y Juntacadáveres, o Groovezone donde sonaba tecno y rap), las bandas más chicas lo hacían en clubes deportivos o sociales, es decir, cualquier local que alguien les alquilase, alineándose más allá de los estilos. Por aquel entonces no era raro ver un grupo de rap tocando con uno de punk en la cantina de una sede de barrio periférico.
Los parroquianos eran testigos atónitos de la invasión de mutantes.
Plátano Macho // Foto cortesía Luciano Supervielle
En el ambiente se cruzaban las “fichas”, lo que lo tornaba más arriesgado que el que se respira en los toques de ahora. Había una cuota de peligro en la atmósfera. Hasta ahí se movilizaban los primeros séquitos, confundiéndose los de camperas adidas, mechones teñidos y pantalones anchos con los de chupines rotos, crestas, pins y chaqueta de cuero con parches. Los localcitos se explotaban.
Lo mismo era aplicable para las patinetas, surgían los primeros campeonatos, organizados en espacios públicos (no había skateparks) como la Terminal Goes o la Plaza 1º de Mayo, por los propios participantes, en muchos casos incorporando escenarios con shows en vivo en los que confluían los distintos géneros asociados a la práctica de la patineta y el público respondía haciendo mosh (barrenar sobre las cabezas de los otros asistentes), o saltando al unísono de la mano del característico “jump, jump”. Cada evento de estos, vistos a la distancia, marcaba a fuego a los participantes, como hitos que iban afirmando las decisiones personales.
El skater y tattoo artist Gabriel Callico // Foto cortesía Gabriel Callico
Como siempre, en el medio, lo filosófico parece cuadrar con los códigos estéticos. Irrumpía la ropa vintage y los entendidos peregrinaban hasta las tiendas de segunda mano de la avenida Carlos María Ramírez en La Teja. La simple elección de un simple par de championes podía sentirse como sinónimo de adhesión y ayudar a identificar a los “colegas” entre la multitud. Los adidas que nos flechaban en algún videoclip de los Beastie Boys (caído del cielo expreso a las antenas del televisor vía MTV, que en Uruguay-antes-del-cable era un programa que seleccionaba lo más destacado de la semana en dicha cadena), no eran conseguibles en Montevideo, por lo que para quebrar en serio había que ingeniarse y la única solución era encargarlos a algún viajero.
Tengo grabada esa primera caja azul que trajo mi viejo de USA. Su debut. Justo el primer día en el nuevo liceo céntrico. En el ocaso de ese verano que tiene el efecto como de dióxido de carbono en el cerebro. Así me subí al ómnibus camino a clase, efervesciendo de enamorado del primer amor y las secuelas de Cypress Hill, con el jopo decolorado, baggys y los flamantes adidas, valiosos como una moto. Una vez a bordo del medio de transporte me topé con un compañero, que claramente no descifró mi pinta y se quedó de cara mirando los championes que contrastaban de lleno con sus zapatos leñadores. “¿De dónde sacaste esos?”
La situación se repitió con la mayoría de mis viejos amigos a lo largo de la jornada de clase. Ojo, no había rechazo, pero sí una sensación de incomprensión, como si me hubiese convertido en algo diferente. Todos, salvo por otro muchacho, un estudiante llegado del exterior, que increíblemente –para la época y el contexto- vestía el mismo calzado en el aula. Sobre el final de la embolante jornada se me acercó tímidamente y me preguntó “¿te gusta el rap?” Le contesté que sí, que entre otras cosas. “Lo supuse por tus championes”, me dijo.
Las charlas se dispararon.
– De dónde conseguir tofu.
– De dónde escuchar música en la radio: Aguante Rocknroll (100.3).
– De películas gloriosas: Colors. Kids. Asesinos por Naturaleza. Pulp Fiction. Punto Límite. Boyz N The Hood. El día de la marmota.
– Y dónde conseguirlas: Video Imagen Club.
– De qué ver en la tele: Control Remoto (canal 10). MTV (y su conductora Ruth Infarinato)
– De bandas extranjeras propiamente dichas: Sonic Youth, House of Pain, NWA, Biohazard, Rancid
– De revistas importadas: Thrasher. Mad.
– De dónde tatuarse: Callicó Tatuajes
– De skaters locales porque su hermano menor patinaba y estaba perdido en Montevideo (le hablé de Mauricio Kolenc, Cocoa, Seba Punk, Gabriel Callicó, Kike Machado) y foráneos (Ed Templeton, Jamie Thomas)
– De deporte: Mike Tyson
– De libros: Basketball diaries (Jim Carroll)
Conectamos
al instante
y terminamos siendo mejores amigos durante los dos años que duró el preparatorio.
Todo a partir de un modelo de championes.
Imagen del primer demo de Hablan Por La Espalda // Foto cortesía Fermín Solana
 
 
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