A mediados de los 90, en plena adolescencia, tuve la gracia de
adentrarme en la escena subterránea de Montevideo, un ingreso que obró
como especie de portal a otra dimensión para un alumno de colegio
privado pocitense que poco conocía más alocado que colarse a las fiestas
de 15 con una camiseta de The Doors debajo de la camisa y corbata.
Y soy un convencido de que las tres tiras que llevaba en mis pies jugaron un rol protagónico y conector
en los distintos
ritos de iniciación
en los que me vi involucrado:
– las noches de primeras recorridas en plan seudo pandilla púber
– spray en mano por las calles (rayando Nirvana)
– cruzándonos ocasionalmente con nuestros ídolos de la época
– los primeros graffiteros de gorrito que firmaban los muros con
inscripciones que se repetían por todo Montevideo como “Mono y Frijol”
(autoría del Mono, hoy responsable de los Premios al Hip Hop) o “Barra
Ramones”
– con bandas de metaleros que deambulaban temibles en chaquetas de cuero y camisetas de Sepultura
– hasta los primeros recitales en un recinto oscuro del centro
llamado Rocker Building, con satanistas de caras pintadas compartiendo
cerveza con los primeros hardcores de bermudas, championes de gamuza y
soquetes deportivos
– o los encuentros de las distintas mini tribus en la puerta de la
disquería F-86 en la Galería Jardín de 18 de Julio, en la que se
agolpaban los referentes del under de los distintos palos intercambiando
“material” limitadísimo, casetes y CDs importados que eran preciados
como oro en la escena
Para poner en contexto, vale aclarar que aquella Montevideo modelo
1995 era muy diferente a la actual y que fue en esos años que se
empezaron a gestar varias de las movidas que hoy están más consolidadas,
convirtiendo la ciudad en lo que está siendo, un lugar vivo-juvenil-
contemporáneo. Fue una génesis, que estaba en su etapa de raíces todavía
hondas, buscando irrumpir desde abajo del pavimento gris. Sin que
nosotros lo comprendiéramos del todo, la sensación era la de un
descubrimiento de mayores libertades. Las calles eran nuestras. Y había
que caminarlas.
La capital de Uruguay se presentaba como una plataforma, virgen,
bastante desolada aún en lo que respecta a los terrenos más alternativos
de las culturas urbanas. A los espacios se les imaginaba un uso y se
los apropiaba, en muchos casos sin consentimiento de la ley. Esto valía
para el skate, para el arte callejero, para los mismos toques. Plazas
donde congregarse, bancos para deslizar, escaleras desde las cuales
desafiar la gravedad. Muros para colorear. Calles en las que colocar
baterías y amplificadores. La óptica, el cómo uno visualizara las
posibilidades que la falta-de-actividades otorgaba, podía hacer la
diferencia. Y la manera de explotar este gigante patio de recreo,
radicaba en la creatividad de los protagonistas.
Todo lo que había era lo que estaba por hacerse.
La escena a la que me refiero no era un circuito estrictamente
musical, sino el enlace o bloque de una serie de núcleos duros, figuras
carismáticas con una visión, que atravesaban varias disciplinas, entre
ellas el deporte (skate, bike), el grafiti, la moda con las primeras
marcas de culto, asociadas a la electrónica como Freaks de Pablo Suárez o
Patacónica, de Mario Pollack que tuvo su primera sede a una cuadra de
la Plaza Gomensoro, o los atisbos de las camadas primarias de la escuela
de Peter Hamers; y hasta lo periodístico-narrativo, por medio de las
radios piratas como Alternativa FM (con base en el fondo de una casa de
Belvedere) o los fanzines, revistitas caseras, fotocopiadas, que
difundían lo que iba sucediendo en los distintos circuitos y se
adquirían por pocos pesos en un puesto comandado por punks anarquistas
en la feria de Villa Biarrtiz los sábados o en la misma disquería F-86.
Publicaciones de corto tiraje como Viviracción, No Hay Salida, Thrash
Attack, Diké, Acto Sincero, que llevaban el registro en blanco y negro
que no traían los diarios. Sus páginas venían colmadas de data
imprescindible, entrevistas a grupos y poesía contestataria.
En el radio de los sonidos asomaba por primera vez el hip hop, con un
pie en el mainstream de la mano de Plátano Macho y el Peyote Asesino y
un frente menos visible para las masas que tenía a las duplas extremas
Victimas.Del.Sistema. y Fun You Stupid a la cabeza, pioneros en
incorporar sonidos industriales y además en el bombing en aerosol
multicolor de los muros locales. La electrónica también daba sus pasos
iniciales, de la mano del DJ Bruno Gervais en la Locomotive de Malvín y
se ponía fuerte un poco más tarde, en 1997, con la apertura de Milenio. A
su vez llegaban a Montevideo, procedentes del Buenos Aires, las bandas
pioneras del hardcore en el Río de la Plata para dar conciertos
memorables como los de Fun People o Buscando Otra Diversión en Platense
Patín Club, verdaderas fiestas del stage diving, el arte de zambullirse desde el escenario a la piscina de brazos.
Como había pocos lugares especializados donde tocar (léase los
míticos Amarillo y Juntacadáveres, o Groovezone donde sonaba tecno y
rap), las bandas más chicas lo hacían en clubes deportivos o sociales,
es decir, cualquier local que alguien les alquilase, alineándose más
allá de los estilos. Por aquel entonces no era raro ver un grupo de rap
tocando con uno de punk en la cantina de una sede de barrio periférico.
Los parroquianos eran testigos atónitos de la invasión de mutantes.
En el ambiente se cruzaban las “fichas”, lo que lo tornaba más
arriesgado que el que se respira en los toques de ahora. Había una cuota
de peligro en la atmósfera. Hasta ahí se movilizaban los primeros
séquitos, confundiéndose los de camperas adidas, mechones teñidos y
pantalones anchos con los de chupines rotos, crestas, pins y chaqueta de
cuero con parches. Los localcitos se explotaban.
Lo mismo era aplicable para las patinetas, surgían los primeros
campeonatos, organizados en espacios públicos (no había skateparks) como
la Terminal Goes o la Plaza 1º de Mayo, por los propios participantes,
en muchos casos incorporando escenarios con shows en vivo en los que
confluían los distintos géneros asociados a la práctica de la patineta y
el público respondía haciendo mosh (barrenar sobre las cabezas de los otros asistentes), o saltando al unísono de la mano del característico “jump, jump”.
Cada evento de estos, vistos a la distancia, marcaba a fuego a los
participantes, como hitos que iban afirmando las decisiones personales.
Como siempre, en el medio, lo filosófico parece cuadrar con los
códigos estéticos. Irrumpía la ropa vintage y los entendidos
peregrinaban hasta las tiendas de segunda mano de la avenida Carlos
María Ramírez en La Teja. La simple elección de un simple par de
championes podía sentirse como sinónimo de adhesión y ayudar a
identificar a los “colegas” entre la multitud. Los adidas que nos
flechaban en algún videoclip de los Beastie Boys (caído del cielo
expreso a las antenas del televisor vía MTV, que en
Uruguay-antes-del-cable era un programa que seleccionaba lo más
destacado de la semana en dicha cadena), no eran conseguibles en
Montevideo, por lo que para quebrar en serio había que ingeniarse y la
única solución era encargarlos a algún viajero.
Tengo grabada esa primera caja azul que trajo mi viejo de USA. Su
debut. Justo el primer día en el nuevo liceo céntrico. En el ocaso de ese
verano que tiene el efecto como de dióxido de carbono en el cerebro.
Así me subí al ómnibus camino a clase, efervesciendo de enamorado del
primer amor y las secuelas de Cypress Hill, con el jopo decolorado,
baggys y los flamantes adidas, valiosos como una moto. Una vez a bordo
del medio de transporte me topé con un compañero, que claramente no
descifró mi pinta y se quedó de cara mirando los championes que
contrastaban de lleno con sus zapatos leñadores. “¿De dónde sacaste
esos?”
La situación se repitió con la mayoría de mis viejos amigos a lo
largo de la jornada de clase. Ojo, no había rechazo, pero sí una
sensación de incomprensión, como si me hubiese convertido en algo
diferente. Todos, salvo por otro muchacho, un estudiante llegado del
exterior, que increíblemente –para la época y el contexto- vestía el
mismo calzado en el aula. Sobre el final de la embolante jornada se me
acercó tímidamente y me preguntó “¿te gusta el rap?” Le contesté que sí,
que entre otras cosas. “Lo supuse por tus championes”, me dijo.
Las charlas se dispararon.
– De dónde conseguir tofu.
– De dónde escuchar música en la radio: Aguante Rocknroll (100.3).
– De películas gloriosas: Colors. Kids. Asesinos por Naturaleza. Pulp Fiction. Punto Límite. Boyz N The Hood. El día de la marmota.
– Y dónde conseguirlas: Video Imagen Club.
– De qué ver en la tele: Control Remoto (canal 10). MTV (y su conductora Ruth Infarinato)
– De bandas extranjeras propiamente dichas: Sonic Youth, House of Pain, NWA, Biohazard, Rancid
– De revistas importadas: Thrasher. Mad.
– De dónde tatuarse: Callicó Tatuajes
– De skaters locales porque su hermano menor patinaba y estaba
perdido en Montevideo (le hablé de Mauricio Kolenc, Cocoa, Seba Punk,
Gabriel Callicó, Kike Machado) y foráneos (Ed Templeton, Jamie Thomas)
– De deporte: Mike Tyson
– De libros: Basketball diaries (Jim Carroll)
Conectamos
al instante
y terminamos siendo mejores amigos durante los dos años que duró el preparatorio.
Todo a partir de un modelo de championes.
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